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Productividad y calidad

Productividad y calidad

Productividad y calidad

Tradicionalmente se han encarado productividad y calidad como elementos que deben hacerse concesiones mutuas. Por una parte, la calidad implica un esfuerzo económico para la empresa, pero por otra parte la calidad también es fuente de ahorro en la operativa interna y atrae clientes.

Si por calidad entendemos la mejora de un producto en el sentido de mejorar e incluso incrementar sus atributos, no cabe duda de que esa mejora de la calidad redundará en un mayor coste del producto, coste que, a no ser que sea repercutido en el precio de producto, afectará negativamente a su rentabilidad de la empresa.

Pero si, por contra, entendemos calidad en el sentido de mejorar constantemente el sistema de producción y servicio, a no ser que esa mejora sea totalmente ineficaz, es decir, vulnere el principio básico de eficiencia, no cabe duda de que ésta repercutirá de forma positiva tanto en la reducción de costes en la empresa, como en la mejora de la productividad y rentabilidad de la empresa.

Entre los especialistas del campo ha existido un intenso debate sobre si la aplicación de los modelos, sistemas o herramientas que se pueden englobar dentro de la Gestión de la Calidad se materializan en ganancias económicas reales y generalizadas, y si mejoran los resultados o el rendimiento de las empresas.

Después de la 2ª Guerra Mundial, empresas como Toyota llevaron a la práctica las teorías de William Edwards Deming, quien defendía que la mejora en calidad podía conducir a una mayor productividad. En 1950, Edwards Deming visitó Japón y encontró, como no podía ser de otra forma, un país totalmente destruido por la guerra y con una población diezmada. Su producto de mayor exportación eran juguetes de hojalata, hechos a mano con gran laboriosidad utilizando los dos únicos recursos con los que contaban los japoneses: sus manos y las latas de alimento vacías que los soldados norteamericanos echaban en la basura una vez que vaciaban su contenido. Los japoneses recogían las latas, las machacaban y troquelaban, y con ellas hacían carritos de juguete.

Deming les propuso buscar la máxima calidad en el proceso, lo que reduciría los costes al producir con menos errores y retrasos, acortando el proceso y logrando un uso más eficiente de los recursos. De esta forma aumentaron su productividad, se hicieron más competitivos y, con una excelente combinación calidad-precio, ampliaron su cuota de mercado generando más empleo y riqueza. Es la llamada, por Deming, “reacción en cadena”.

El éxito en la aplicación de sus teorías hizo que Deming sea considerado uno de los precursores de la Calidad Total, del famoso Kaizen que llevó a la industria japonesas a posiciones de indudable liderazgo global.

Con todo, hay que tener bien claro que ya sea para exaltar las excelencias de las empresas inmersas en el movimiento de la calidad, como para denostarlas, se ha de ser siempre consciente de la dificultad que entraña el contraste riguroso de la relación entre productividad y calidad debido, entre otras cuestiones, a la multitud de variables que influyen, o pueden influir, en la evolución de la empresa al margen de la productividad y la calidad.

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